
1/3/2022 – No es nada nuevo y ni el PPgate es el primer gate en la historia, ni será el último. Los más jóvenes no lo recordarán, entre otras cosas porque no habían nacido, pero el gate más famoso y que sentó precedentes a gran escala fue el escándalo Watergate que acabó con la dimisión de Nixon. Como debe ser.
Sí, he dicho dimisión de Nixon porque en el extranjero, aunque no te lo creas, cuando a uno le pillan con mierda hasta en las trancas, dimite. El PPgate es en España, así que no esperes que Pablo Casado dimita, tendremos que dimitirlo a la fuerza.
Lo terrible del PPgate es que este espionaje rompe todas las reglas sociales más elementales. La curiosidad es una virtud malévola que forma parte de la idiosincrasia del ser humano, pero cuando la curiosidad traspasa rayas rojas para obtener información malvada para utilizarla contra una persona ajena a nuestro grupo social, eso se llama espionaje. Pero hay mas, el siguiente paso es cuando se utilizan todos estos métodos para atacar a alguien de tu grupo como ha hecho Pablo Casado, eso se llama ser un hijoputa, de hecho este término lo incluyó la Real Academia Española –que no castellana– para poder describir hechos como el protagonizado por Pablo Casado.
Desde hace varios años Pablo Casado tiene una obcecación enfermiza con Ayuso, desvaría y tiene comportamientos muy extraños. Con este escenario sólo caben cuatro posibilidades:
La primera es que Pablo Casado sea un gilipollas disfrazado de persona normal.
La segunda es que sea un militante de Vox y su misión es destrozar al PP. Esta opción me parece cada día más real.
La tercera es que tenga un asesor que le esté haciendo la cama por encargo de Feijóo.
Y la cuarta es que esté enfermo y no se tome la medicación.
Yo no le encuentro otra explicación, pero no importa el motivo de la actuación trapera de Pablo Casado, la nobleza de los políticos es muy importante y debemos exigir su dimisión. Y si puede ser con carácter retroactivo, mejor.
Así lo pienso y así lo digo. – Juan Vte. Santacreu
Reflexiones sobre el escándalo de Pablo Casado
La historia política está llena de escándalos, y ninguno surge de la nada. El llamado PPgate no es un caso único ni inaugura una nueva era; forma parte de una tradición que tiene referentes tan notables como Watergate, aquel episodio que terminó con la dimisión de Nixon y que marcó un antes y un después en la responsabilidad pública. En otros países, cuando la corrupción o las prácticas inadmisibles quedan expuestas, la dimisión suele ser el mecanismo natural para preservar la dignidad institucional. En España, sin embargo, la resistencia a asumir responsabilidades parece haberse convertido casi en un hábito político.
Lo realmente inquietante del PPgate no es solo el espionaje en sí, sino lo que implica a nivel social: la ruptura deliberada de las reglas más básicas de confianza y convivencia. La curiosidad humana puede ser comprensible, pero cuando se convierte en un instrumento para obtener información destinada a perjudicar a terceros, traspasa una frontera ética fundamental. Y si además ese mecanismo se emplea dentro del mismo partido, la gravedad se multiplica, pues evidencia un deterioro interno profundo.
Las motivaciones que pueden explicar este tipo de comportamientos son varias: desde errores de juicio hasta rivalidades personales o estrategias de poder mal calculadas. Importa poco cuál sea la hipótesis correcta; lo decisivo es entender que la nobleza política no puede ser opcional. En una democracia madura, la ejemplaridad es indispensable, y ante episodios tan dañinos solo cabe exigir responsabilidades claras. Una dimisión no es un castigo: es un acto de higiene democrática y de respeto a los ciudadanos.
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